
Los niños necesitan nuestra entrega generosa, con un corazón bien ordenado y un testimonio alegre. Disponemos de un potencial de riquezas espirituales que solo se acrecienta en la medida en que las desplegamos en favor de los demás. Es preciso pasar del pensamiento a la acción: “creemos para ver, antes que ver para creer”.
Siempre partimos de la confianza en el bien que generan las virtudes, aunque exijan esfuerzo y los frutos no sean inmediatos. Cuando hacemos el bien, estamos más preparados para obrar con mayor convicción en el camino de la verdad, según nuestra dignidad. Esto es fuente de alegría y paz, que surge al hacer lo bueno, lo grande, lo sublime y la caridad que enciende el corazón.
Si solo obramos bien cuando sentimos deseo o placer, o buscamos solo lo fácil, nos esclavizamos y nuestras capacidades se atrofian, llevándonos a la tristeza. La verdadera motivación, basada en la esperanza, es ver el buen fin que perseguimos y convertirla en el motor para actuar, afrentando con decisión todas las dificultades.
Estamos llamados a despertar la esperanza constantemente, planteándonos un ideal, aunque no siempre veamos con claridad los pasos a seguir. Lo importante es empezar a movernos en la dirección correcta, hacia los valores que embellecen nuestro interior, porque están llenos de luz y sentido trascendente, y fecundan todo nuestro ser, dándonos la libertad de amar.
La esperanza es como una buena levadura en la masa: empieza actuando en lo que está a nuestro alcance, en lo pequeño que podemos hacer ahora, y así percibimos un cambio en nuestro interior. Ponerse en marcha, superando la inercia inicial, genera confianza sostenida, que exige esfuerzo y perseverancia.
El problema es la eterna postergación, quedándonos en el deseo y la procrastinación. Lo que podemos hacer ahora, es necesario hacerlo cuanto antes; “lo que puedas hacer, no lo dejes para mañana”. Aplazar las acciones desactiva la motivación, nos lleva al olvido o a cambiar de idea, rebajando el ideal propuesto.
Los fracasos de muchos jóvenes no se deben a la falta de capacidades, sino a la abulia y falta de voluntad para hacer el bien en el momento oportuno. Padres y maestros debemos levantar los brazos y dar testimonio de que la acción concreta del bien activa nuestro interior hacia lo grande y el gozo por la obra bien hecha.
Todos somos inteligentes y poseemos voluntad, pero necesitamos un corazón que se ejercite en alegrarse por lo valioso y rechace la superficialidad y el hedonismo. Cambiar el “chip” es clave: pasar de un pensamiento “parasitario”, donde esperamos que todo se nos dé hecho, a una mentalidad de esfuerzo, donde ponemos todo de nuestra parte para lograr el fin, estableciendo vínculos de cooperación y comunión con los demás.
La confianza nos lleva a realizar nuestro proyecto de vida, con la esperanza infinita de alcanzar la meta, comprometiéndonos al cien por cien.
Hno. Javier Lázaro sc
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